
La pequeña Ciudad mantenía una tradición, un rito de primavera. En un acto teatral y cínico se juraban unos a otros, como un acuerdo tácito y cómplice, mantener
silencio. Así se guardaban, apuñadas en guantes inmaculados, conductas ruines, miserias y debilidades cotidianas, bajezas de unos seres con escasa estatura moral. Cruzaban las miradas sacerdotes, poderes públicos y un coro de ensimismados y agradecidos y eso bastaba para tejer el pacto de
silencio.Todo parecía inmutable. Año tras años el rito se cumplía con pequeñas variantes:
Silenc
io.Pero algo sucedió aquella esplendorosa primavera en la que al atardecer y proveniente de la puesta de sol un enorme estruendo, un trueno atroz, miles de voces juntas, gritos y estridencias sincopadas, todas las sinfonías imaginables se precipitaron sobre la ceremonia. Fue barriendo el
silencio. Volaron, y fundidos en el aire, desaparecieron los símbolos del rito. Todo quedó limpio, luminoso, nuevo. Una apacible sinfonía coral predisponía a la esperanza. Se había roto definitivamente el silencio.
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