Luego se fue corriendo, intercalando en la carrera pequeños saltitos de alegría, a la pata coja, como únicamente las niñas saben hacerlo. Aquella fue la última merienda de mi mano, con interminables bocaditos, de sorbos prorrateados de la botella de agua. Han pasado los años y ese instante, diáfano y preciso, me produce una profunda melancolía, una sensación de pérdida. Para ella no significó nada. Ni siquiera recordó nunca aquello que me dijo: papá, me voy a jugar con los mayores, ¿vale? (C) M. Iglesias. Reediciones para recien llegados
5 comentarios:
GRACIAS MANUEL POR COMPARTIR CON NOSOTR@S ALGO TAN BELLO...!
UN POST MUY DULCE, DIGNO DE RECORDAR!
UN ABRAZO,
MALENA
Me imagino que a nuestros padres también les pasó con nosotros. Y nos damos cuenta cuando nos pasa a nosotros con nuestros hijos. Ellos siempre serán esos pequeños inocentes que te expresaban su cariño y reían y lloraban pidiéndote ayuda. Siempre serán pero se nos van. Para que puedan ser también padres.
Pienso que si al cabrón que vemos enfrente, lo pudieramos ver cuando fue niño... quizá hubiera menos violencia.
Muy bonito tu recuerdo. Saludos
Item más...
Tocas el tema de los adioses, y siendo de los hijos, la mayor intensidad del sentimiento.
Tocas un tema que me ha "obsesionado" hace tiempo: ¿Quién y cuándo se cerró por última vez aquella ventana rota? ¿Quién recogió la última cosecha que se cultivó en ese trozo de tierra valdío? ¿La casa en Cullera donde "o meu neniño" nombraba al faro como "la titita plas-plas"? ¿Y su playa?
Ella sentirá algún día lo mismo que sentiste tú en ese momento. Quizá ya no estés para verlo, pero ocurrirá.
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