El cartero no dijo nada a nadie del asunto descubierto. Abusando de la ingenuidad y mansedumbre del muchacho logró, bajo chantaje, que le dejara aquellas cintas y verlas en su casa a escondidas. Abel una tarde que acompañó al cartero durante un rato le confesó que no tenía aparato para ver aquellas magnificas películas de mujeres completamente desnudas. – Yo me las imagino. El cartero se quedó sorprendido y propuso al pastor que si le seguía dejando las películas él le contaría lo que viese, con pelos y señales.
Así estuvieron cerca de un año. Abel gastándose el dinero que no tenía en aquella "invisible" pero palpable colección.
La carne se hacía verbo. Primero disfrutaba el cartero en su casa del contenido, para seguidamente, en versión libre, cual narrador ancestral de historias, ser el artífice y creador de delicias descriptivas. Repitiendo con cierta habilidad los momentos suculentos que el pastor relamía en su imaginación. Todo esto al cartero por un tiempo le vino bien. Al repetir un pasaje dos o tres veces le dejaba mayor margen de maniobra descriptiva. No podría decirse que el cartero se inventara escenas o historias, la realidad de lo que él veía tan ricamente de madrugada en su casa cuando la parienta dormía, tenía las letras muy gordas. Los argumentos variaban poco. El final siempre era el mismo. Abel disfrutaba de las historias que el cartero le contaba y en su cabeza tomaban cuerpo aquellas espectaculares mujeres ardientes. Se imaginaba las más retorcidas combinaciones y emparejamientos, las más acrobáticas posturas. Siempre solícitas, constantemente hambrientas de hombres. El cartero fue poniendo nombres a aquellas sombras multicolores de cuerpos sudorosos. Abel sin apenas esfuerzo distinguía a las protagonistas sin prestar atención a los elementos masculinos, meros comparsas en estos argumentos.
No pasó desapercibida en el pueblo esa simbiosis entre cartero y pastor. Cualquier momento era bueno para el intercambio. La mayoría de las veces era una bolsa de plástico disimulada con cartones o papeles de periódicos. El cartero le cogió gusto a aquel tejemaneje. Generalmente se veían a las afueras del pueblo en los prados cercanos al río, allí donde el pastor cuidaba del rebaño. La mujer del cartero, un tanto apercibida de los trapicheos, preguntó por la industria que traía entre manos con aquel morugo, con todo el pueblo especulando. Entre el cartero y el hijo de la tía Benita, había negocios de droga. Los mas modernos e ilustrados planteaban la posibilidad de una salida del armario. Un primer caso local de homosexualidad. Habladurías que se fueron reconvirtiendo en puñales afilados a la hora de la partida en el bar, al salir de misa, en los corrillos de la báscula en el secadero de maíz. Fueron primera plana durante un par de meses.
Con todo, un asunto turbio de un embarazo de soltera les quitó protagonismo. Medio olvidado quedó el asunto entre cartero y pastor, aplicándose la opinión pública con furia sobre los pormenores de la pobre muchacha barragana.Terminada la obra Abel desahogó el primer zulo y comenzó a ocupar el nuevo que tenía espacios estancos cubiertos con listones de madera que aislaban y garantizaban la conservación de las cintas. Se sintió orgulloso de su obra y de aquella colección que contenía un universo de sensualidad visible en su imaginación a través de las palabras de su amigo el cartero, los detalles, las habilidades y atractivos de aquellas hermosas mujeres. Aquel montón de dinero gastado tenía sentido y compensaba los gritos y tremendas protestas de su madre.
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